A continuación una breve reflexión sobre este encierro…
Son tiempos raros, aunque no tanto. Pandemias han sucedido, han sitiado y tentado a la muerte; a la enfermedad al despertar. Hoy tenemos el privilegio de cuatro paredes rodeándonos y excluyéndonos de un mundo infectado. Hemos cerrado nuestras puertas principales y ventanas. Hemos dejado abiertas las antenas de comunicación, la televisión y quizás el microondas también. Hemos comprado sin tener que ir al supermercado; cajas han llegado a la puerta de nuestras casas como si la cigüeña nos hubiera traído al niño que no pensábamos tener. Las abrimos y hay gel antibacterial, toallas desinfectantes y papel de baño.
Ahora nos percatamos de que son las ventanas, nuestras cortinas y las vigas que sostienen nuestro techo, los barrotes de nuestra prisión auto-impuesta y autorizada por los gobiernos que alguna vez creyeron que verdaderamente eran ellos quienes regían sobre el mundo. Ventanas, cortinas y vigas son las decoradoras predilectas de nuestro interior recluso, y sobre todo, nuestro marco para ver afuera. Con la entrada de luz, se proyectan sobre nuestros rostros y sobre las paredes que no lo tienen, o que hasta ahora no han mostrado. Esas cosas que nos refugian pintan cuadros efímeros sobre lo que, sin su permiso o consenso, construimos adentro. Pintan cuadros efímeros que vuelven con cada nuevo día que no esta nublado ni lluvioso.
Pareciera ridículo que hasta ahora no nos hubiésemos percatado de sus habilidades artísticas, sucede que nunca estábamos adentro para verlas, pues con una rutina de 7am a 9pm era fácil que ni las paredes nos reconociesen. Nos hemos recluido a voluntad en una cuarentena que esta por triplicar su propio nombre. Encerrados y enmarcados por las estructuras de nuestras casas, se revela lo que hay adentro cuando estamos para verlo.
Ventanas, cortinas y vigas nos enseñan a ver hacia adentro, donde sea que decidas que tu adentro sea, nos muestran figuras de luz que se desplazan al son del tiempo y clima. ¡Qué vista más orgánica! La que nunca nos deja olvidarnos de nuestra naturalidad y real procedencia que amenaza con su potencia, pues es casi seguro que si no tuviéramos un techo sobre nuestras cabezas, nos quemaríamos la calva, porque, obviamente, ya todos perdimos el pelo.