Con las costillas de fuera y el esqueleto al desnudo, una vez al año, la muerte invade las calles de la Ciudad. Una alabanza, la esperanza en la redención y un reencuentro espiritual con aquellos sumergidos en la tierra.
Los ataúdes se abren, los caminos de cempasúchil alfombran las avenidas principales, los cementerios se encienden con veladoras. y los altares dentro de los hogares se adornan con leche, agua, azúcar, sal y vinagre: leche para los niños que prematuramente se fueron de este mundo; azúcar y sal para hacer renacer los sabores; agua para saciar su sed y vinagre para retraer el sentido del olfato.
Una confusión entre el ánimo de fiesta o de melancolía. Los cementerios reciben más visitas que cualquier otro día del año. Familias completas hacen un picnic frente a las tumbas, colocan mesas plegables, llevan comida casera, fotos, flores, incluso bandas de mariachis que cantan las canciones favoritas de los difuntos. Las palabras “Pero sigo siendo el rey” resuenan al compás de las guitarras y las voces de mexicanos que llevan serenata.
La celebración se expande por las aceras citadinas, hay desfiles y rituales, Las calles se inundan de gente, catrinas en busca de folclore infestan cada esquina. Algunas plazas públicas son azotadas por los pies descalzos de grupos de gente que con castañuelas alrededor de sus tobillos bailan al compás de música indígena, giran al rededor de incienso y portan estandartes con el nombre de México.
La gente sale de sus casas en busca de un poco de espíritu festivo para re-conectarse con sus raíces, con las costumbres aplastadas por la evangelización española que con el pesar de los años siguen latentes. El día de muertos es una tradición pagana, que en un país envuelto en la tradición católica se combina con las cruces del cementerio. Sin embargo, una de las joyas más brillantes de nuestro México.